Yo tenía doce años; dieciséis ella al menos. Alguien que era mayor cuando yo era pequeño. Al caer de la tarde, para hablarle a mis anchas, esperaba el momento en que se iba su madre; luego con una silla me acercaba a su silla, al caer de la tarde, para hablarle a mis anchas. ¡Cuánta flor la de aquellas primaveras marchitas, cuánta hoguera sin fuego, cuánta tumba cerrada! ¿Quién se acuerda de aquellos corazones de antaño? ¿Quién se acuerda de rosas florecidas ayer? Yo sé que ella me amaba. Yo la amaba también. Fuimos dos niños puros, dos perfumes, dos luces. Ángel, hada y princesa la hizo Dios. Dado que era ya persona mayor, yo le hacía preguntas de manera incesante por el solo placer de decirle: ¿Por qué? Y recuerdo que a veces, temerosa, evitaba mi mirada pletórica de mis sueños, y entonces se quedaba abstraída. Yo quería lucir mi saber infantil, la pelota, mis juegos y mis ágiles trompos; me sentía orgulloso de aprender mi latín; le enseñaba mi Fedro, mi Virgilio, la vida era un reto
Lola García de Luna Descubrí la tinta de limón un verano de hace casi veinte años. Entonces yo era una niña que solo quería leer. Se ocultaba entre las páginas de Los Tres Investigadores , la serie de novelas de detectives que era dueña y señora de mis pensamientos infantiles. Y es que los malos escribían con tinta de limón mensajes secretos en los mapas del tesoro; en las notas arrugadas que sin querer se escurrían de entre las hojas de un cuaderno; en la cara interna de aquel viejo sobre que guardaba una carta misteriosa… Porque la tinta de limón es una tinta secreta , invisible, que solo muestra las letras que atesora si se ve amenazada por la cercanía del fuego. La tinta de limón… Con ella se escribirían también los sueños de esa niña que solo quería leer mientras anhelaba el día, entonces bien lejano –el día de la juventud-, en que pudiera viajar a Rocky Beach, entrar en el “Patio Salvaje” (la chatarrería del tío Titus Jones) y, cajita de cerill
Había gran asamblea de hadas para proceder al reparto de dones entre todos los recién nacidos llegados a la vida en las últimas veinticuatro horas. Todas aquellas antiguas y caprichosas hermanas del Destino; todas aquellas madres raras del gozo y del dolor, eran muy diferentes: tenían unas aspecto sombrío y ceñudo; otras, aspecto alocado y malicioso; unas, jóvenes que habían sido siempre jóvenes; otras, viejas que habían sido siempre viejas. Todos los padres que tienen fe en las hadas habían acudido, llevando cada cual a su recién nacido en brazos. Los dones, las facultades, los buenos azares, las circunstancias invencibles habíanse acumulado junto al tribunal, como los premios en el estrado para su reparto. Lo que en ello había de particular era que los dones no servían de recompensa a un esfuerzo, sino, por el contrario, eran una gracia concedida al que no había vivido aún, gracia capaz de determinar su destino y convertirse lo mismo en fuente de su desgracia que de su felicidad. Las
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